martes, 16 de junio de 2009

Relato común VIII

(Séptima parte aquí)

Daniel, bautizado Gabriel a los pocos días de nacer, había nacido en Belén. Cuando él era aún un niño de siete años huyeron de allí. A pesar de que era judío, sus padres no tenían ganas de ver cómo la gente se suicidaba con bombas pegadas a su cuerpo con el único objetivo de matar judíos. Habían huido a Moscú, donde pensaban que estarían seguros. Él apenas recordaba la tierra que le vio nacer, y no reaccionaba cuando alguien le llamaba por su nombre. Llevaba tantos años viviendo una mentira, que ya la identificaba como realidad.

Amina era una joven parisina. Nieta de inmigrantes marroquíes, su vida había sido relativamente sencilla. Mientras sus abuelos se mataron a trabajar en lo que pudieron, y sus padres tuvieron la suerte de contar con medios para poner un pequeño negocio de importación, ella estaba estudiando en la universidad. Se había decidido por traducción e interpretación, para echar una mano a aquellos que, como sus abuelos, necesitaban hacerse entender en una tierra extraña. Estaba en Moscú por algo mucho más mundano: un curso de idiomas.

Aquella mañana se habían encontrado en la puerta de aquella pequeña cafetería, y algo en el plan había fallado. No tenían que encontrarse aún. No hasta dentro de cuatro años, cuando Daniel acudiera a París y contratara los servicios de Amina como traductora.

Miguel observaba todo cuidadosamente, sin imaginarse en qué iba a derivar todo aquello. No le gustaba que se hubieran encontrado, esos accidentes debían estar previstos. ¿Quizás tenía un topo dentro? ¿Quién podía ser? ¿Gabriel había vuelto a cambiar el curso de la historia sin saberlo? Que Daniel y Amina se encontraran en Moscú era un riesgo calculado. Incluso previsto. Lo que no era un riesgo previsto era aquel brillo en los ojos de los jóvenes. No se reconocían. No podían saber que casi veinte años antes habían sido enviados en el mismo momento a la historia. Pero algo magnético fluía entre ellos.

Daniel invitó a Amina a sentarse con él. Pidieron un te verde con menta y charlaron distendidamente durante varias horas. El camarero, un hombre con un fuerte acento alemán, les rellenó la tetera un par de veces mientras Miguel se desesperaba contemplando la escena. No podía haber errado tanto. En cambio lo había hecho: en los ojos de Daniel y Amina brillaba algo muy distinto de la desconfianza.


(Fragmento por Min)

¿Siguiente...?

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