sábado, 22 de noviembre de 2008

Un verdadero secreto

- “…los servicios sanitarios sólo pudieron certificar la muerte del joven, cuyo cadáver se encontraba…”-

Los dedos de Marina pulsaron el botón del televisor con una leve tensión contenida, como si no estuviese del todo segura de que aquel hombre de la pantalla fuese a desaparecer. Cuando todo quedó negro, una sensación de alivio recorrió su pequeño cuerpo.

- ¿Sabes? No lo entiendo – dijo la niña, dirigiéndose al aparato. – No sé por qué todo el mundo te mira, eres un aburrimiento. Siempre hablando, siempre. Sólo hablas. Nunca escuchas.

Lentamente, Marina se dió la vuelta con solemnidad, sintiendo que acababa de cumplir con su deber. Después de mirar su reflejo deformado en el picaporte (cosa que siempre le había hecho mucha gracia), salió del cuarto de estar despacio, sin hacer ruido. Ella nunca hacía ruido, y le molestaba mucho la gente que hablaba demasiado alto. Tal vez esto podía resultar algo extraño en una niña de siete años, pero eso le daba completamente igual.

El pasillo estaba inundado de esas pequeñas motas de polvo que salían a pasear por la tarde, cuando el sol entraba más anaranjado por las ventanas de la casa. De fondo podía escuchar a su madre regañando a su hermano Raúl por haberse comido unas galletas, pero no prestó demasiada atención. Siempre que veía aquellos puntos de luz flotando en el aire se esforzaba por no distraerse con nada más. Cerró los ojos, y avanzó rozando las paredes con la yema de los dedos para no perderse. Se imaginó en otro lugar, uno que sólo ella conocía. Se imaginó su olor dulce, el roce del viento, su sabor. Realmente, le habría encantado poder quedarse allí un buen rato, pero el pasillo se acabó pronto. Desde pequeña, Marina había sentido una profunda sensación de desarraigo (por increíble que parezca conocía esa palabra y otras más estrambóticas, como “estrambótico”, que era una de sus palabras favoritas). No sabía de donde venía, y además tenía la extraña certeza de que si le preguntaba a sus padres, ellos no le dirían la verdad.

Llegó a su habitación y cerró la puerta. Tampoco le gustaba dejar la puerta de su habitación abierta, aunque a su madre no le hacía mucha gracia. Sin perder un instante, pero siempre con los movimientos suaves propios de ella, se metió debajo de la cama, saludó a un par de muñecos que por algún motivo se encontraban allí, y sacó una pila de libros. Una de las mayores particularidades de Marina era su capacidad para leer: había aprendido con tan sólo cuatro años, y desde entonces no había parado. Empezó por los cuentos que tenía en casa, esos que generalmente se les lee a los niños antes de dormir. No le duraron mucho, y pronto pasó a leer libros un poco más avanzados, donde las historias tenían mucho más sentido. Pero al tiempo, empezó a coger, por pura curiosidad, alguno de los libros que tenían sus padres en el salón. No le asustaba el hecho de que un libro fuese gordo, o que tuviese que hacer un esfuerzo considerable para llevarlos hasta su habitación, donde los escondía meticulosamente para evitar que sus padres le dijesen que aquellos libros no eran ni mucho menos apropiados para su edad.

La mayor parte de las veces no entendía absolutamente nada de lo que leía, por lo que siempre tenía a mano un diccionario que había encontrado sobre la mesa del cuarto de estar un día por la mañana, y que sus padres estaban buscando desde entonces.

Como es de suponer, al escoger prácticamente al azar Marina había leído ya toda clase de libros, como La Isla del Tesoro, Marketing avanzado, Frankenstein, Sea feliz en diez pasos o Momo. Se había acostumbrado a que unas veces el libro la absorbiese totalmente, fascinándola y obligándola a dejar de pensar en el resto del mundo, y otras veces aquello fuese algo realmente aburrido, pero nunca había dejado uno sin terminar.

Sin embargo, y aunque pueda parecer extraño, los libros que más le gustaban no eran los que contaban una bonita historia de aventuras y acción. Eran entretenidos, desde luego, pero sólo eso. A ella le gustaban sobre todo los libros de una pequeña colección que habían comprado sus padres hacía años, una serie de volúmenes a modo de enciclopedia sobre Historia, Física, Bellas Artes,…había devorado con avidez la vida de los egipcios, se había sorprendido con todas esas cosas que no entendía sobre los átomos, y había aprendido encantada a qué se dedicaban las hormigas cuando estaban bajo tierra.

Hacía un par de días que había terminado Alguien Voló sobre el Nido del Cuco (“menuda panda de locos”, pensó al cerrar el libro), y se dijo a si misma que se merecía uno de aquellos volúmenes naranjas. Así que cogió uno al azar, y se sentó en su cama.

Siempre se sentaba de la misma manera y en el mismo lugar: un poco a la izquierda del centro, cruzando las piernas y apoyando la espalda ligeramente en un enorme cojín rojo. Colocó al Señor Orejas, su conejo de peluche, justo al lado, y respiró hondo. Le gustaba la sensación que tenía antes de empezar a leer algo nuevo, la incertidumbre de qué iba a encontrarse en esas páginas. Se retiró despacio un mechón castaño que cubría sus enormes ojos azules mientras se prometía a si misma “mañana mismo le cojo las tijeras a mamá y me corto el pelo”, y se preparó.

“Anatomía del cuerpo humano”, podía leerse en la tapa, con letras marrones algo desgastadas.

- Señor Orejas, presta mucha atención. – Y empezó a leer.

Marina se pasó toda la mañana y toda la tarde encerrada en su cuarto, sin ninguna distracción. Su madre debía de estar ocupada en una de esas limpiezas generales, porque no fue a obligarla en ningún momento a que saliera a jugar fuera, ni dijo nada cuando la niña fue directamente hacia su habitación después de comer. Cuando la llamaron a cenar, ya había leído las dos terceras partes del libro, incluyendo el capítulo “Reproducción”.

- Pues vaya. –se dijo.- ¿Eso es todo? ¿Para eso tanto secreto? Los adultos no tienen ni idea de lo que es un secreto…ya me gustaría a mí ver que cara pondrían si se enterasen de quién se comió realmente las galletas.

Y dejándose resbalar desde la cama al suelo, se dirigió a la cocina, sintiéndose un poquito (pero sólo un poquito) más segura.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Volar sin alas

Supongo que ahora que me he callado,
debería empezar a escucharme.

Asi que aprovecha este momento de silencio inesperado
y rómpeme la vida.
Y párteme la muerte.

Y con los pedazos que te encuentres,
haz una hogera en el lago,
y déjame inhalarme hasta los huesos.

Báñame en mis ascuas,
que me queme bien de mí.
Astíllame los dientes.
Sécame los miedos.
Dame de comer mis errores.
Que se me indigesten.

Despega lo poco de realidad
que quede en mi piel,
y arrójame por el acantilado.
Porque voy a intentar volar sin alas.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Mucho polvo, por favor.

Hoy me he dado cuenta de algo raro en mi. Supongo que ha estado así mucho tiempo, pero no lo sabía.

Estaba mirando la televisión de mi piso compartido, apagada. Es la típica tele de piso compartido: sin mando, con un par de botones de menos, y las esquinas más negras de lo normal. La imagen baila cuando está encendida, y es complicado escuchar con claridad todas las palabras que deberían salir de ella. En definitiva, una televisión vieja.

Por norma general, nadie querría una tele así. Las televisiones de plasma son más grandes, se escuchan mejor, y son más bonitas. Más nuevas. Pero creo que yo no la cambiaría. Y no porque me guste esa televisión en concreto, porque de hecho no veo la televisión (y mucho menos desde que estoy aquí). Me pasa igual con los libros. Un libro nuevo puede llamarme la atención si he oído hablar de él, o si el argumento tiene buena pinta, pero nada más. Un libro antiguo me llama la atención porque si. No se explicar exactamente que es, pero desde pequeño me han gustado los libros antiguos. Tendría mi habitación llena de libros cubiertos de polvo, con hojas manchadas de café, esquinas dobladas o destrozadas, e incluso quemados o arrugados. Roídos por ratones.

La diferencia es simple y estúpida, pero es una diferencia. Lo estropeado, lo roto y rajado tiene una historia. Nadie pondría en su casa un cuadro con el lienzo roto, pero a mi no me importaría. Y si alguien lo mirase, pensaría que estoy loco. "Está roto, ¿por qué lo has colgado?".

"Pues porque lo rompí yo". "O ella". "O se me cayó al traerlo aquí". "O me enfadé y lo rajé con el cuchillo jamonero".

El cuadro puede ser precioso, tener unos colores que te hagan temblar, o una composición digna de el mayor artista del mundo, pero no será diferente del resto de las obras de arte, excepto para el pintor, que sabe exáctamente lo que significa. Ya no hablemos de un mp3, o de un CD, o un televisor nuevo, que se montan pieza a pieza idénticamente iguales, a millares. Sin embargo, segurísimo que no hay una televisión igual que la de mi piso. Tiene una historia que no conozco, el rayón de la esquina derecha lo hizo alguien sin querer, o queriendo, y dejó una marca. Y cuando se cayeron los botones, seguro que quién lo pulsó por última vez se rió a carcajada limpia, o se enfadó porque la tele empezaba a estar vieja.

Me gustan los rayones de mi mp3. Y abrir un libro y encontrar anotaciones que no entiendo en los márgenes. Y encontrar una caja cubierta de polvo en el desván de alguna casa que no es mía (o en la mía).

Ojalá hubiese más cosas viejas, y más polvo en el mundo.