La suciedad y los carteles medio rotos de las paredes llamaban poderosamente la atención de Carlos. Mientras pasaban a su lado, se entretenía leyendo las letras desgastadas que anunciaban festivales de rock o curaciones milagrosas de cáncer a manos de un chamán africano. La verdad es que su aspecto dejaba bastante que desear: la alimentación basada en hamburguesas y patatas fritas no es precisamente una dieta mediterránea, y los kilos se acumulan sin piedad. Principio de calvicie, pelo grasiento. Camisa de cuadros a medio meter en los pantalones, y unas zapatillas de deporte pasadas de moda. Las gafas negras, pequeñas y redondas, le daban un aspecto de estúpida inocencia infantil, sobre todo con esa medio sonrisa que le asomaba. Estaba contento. Hoy había recibido por fin el paquete que llevaba esperando más de medio mes, y esta noche podría disfrutar de una fantástica colección de fotos de niños desnudos.
Tras él, Lorena y Carmen hablaban animadamente. Lorena acababa de comprarse un precioso par de zapatos rojos. 220€. Carmen se moría de envidia. Ella llevaba queriendo comprarse unos iguales casi un mes, pero aun no había ahorrado lo suficiente. Se había permitido también algún caprichito (no eres nadie sin un buen bolso, y unos pendientes a juego), pero no había podido reunir tanto dinero. Y además, su amiga había ligado con el dependiente de la tienda. Pero bueno. Todo era cuestión de subir un poco las tarifas y darles a sus “amigos” algunas libertades más de las que acostumbraba. Al fin y al cabo, la gente pagaba mucho más de veinte euros por una jovencita de diecinueve años dispuesta a todo por unos zapatos.
Después María. Con la mirada gacha, miraba de reojo a Lorena y Carmen. Ojalá fuese como ellas. Tan atrevidas. Tan despampanantes. Ella no se parecía en absoluto, no poseía su belleza. Era tímida, delgada, casi etérea. De un rubio claro algo indefinido. Siempre acompañada por sus libros, los necesitaba como refugio. Aunque odiase leer. Era triste, pero cierto. Tres años con él en clase, y aun no le había dirigido la palabra. Seguro que no sabía ni que existía. Si fuese como ellas, todo sería diferente.
Juan simplemente sudaba, y mantenía la mirada en el infinito más lejano posible. No me pegues más mamá. Por favor. Ya no más.
Lucía estaba muy cansada, demasiado como para darse cuenta de la gente que le rodeaba. Estaba despeinada, y su rostro moreno dejaba entrever una infinita tristeza, sazonada con un poco de colorete en las mejillas. Odiaba cuando el jefe tenía un mal día. Siempre intentaba esconderse, limpiaba dos veces el mismo suelo si hacía falta para no encontrarse con él. A veces funcionaba, y volvía a casa con una sensación de alivio que le duraba un par de horas. Esta vez no había habido suerte. Tenía que dejarse violar si quería seguir cobrando, no podía arriesgarse a que la deportasen. Pero mirándolo por el lado positivo, al menos esta vez no había habido golpes.
Un vagabundo. Sin nombre, como todos los vagabundos. Se miraba las uñas sucias ensimismado.
Después un espejo. Yo. Eso si que da miedo.
Me encantan las escaleras mecánicas de doble sentido. Son como un autoservicio de humanos, pero mucho más interesantes.