viernes, 31 de julio de 2009

Muerte de un relato común

(He decidido terminar el relato común. La participación ha ido escaseando cada vez más hasta quedar el asunto totalmente congelado, supongo que debido a vacaciones u ocupaciones varias de los participantes. Y de paso, recupero el blog, que está bastante abandonado. Espero hacer honor a vuestro esfuerzo con este final. ¡Gracias a todos los que habéis participado!)

(Novena parte aquí)

Al salir, Gabriel se retiró ligeramente para dejar entrar a alguien en quien no se fijó demasiado, sumido como estaba en sus extraños pensamientos. No fue así con la mayoría de los clientes del bar, que se giraron de inmediatopara observar la nueva figura. Llevaba un traje blanco perfectamente planchado, con un sombrero del mismo color, y una pajarita negra en el cuello de una camisa de seda, también blanca. Además, lucía unos exquisitos zapatos de cocodrilo y un maletín negro de cuero. El silencio se adueñó del local, roto únicamente por un par de conversaciones de quienes no conocían al recién llegado.

El caballero de blanco se dirigió directamente a la barra, con la mirada oculta tras su sombrero. Ninguno de los que dirigieron su atención hacia él se sorprendió de su manera de andar, ya la habían visto antes; sin embargo, el efecto era el de siempre. Parecía como si fuese el resto del mundo el que se movía, mientras él se mantenía ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor.

- Buenas tardes, Miguel – dijo suavemente dirigiéndose al anciano tras la barra, esgrimiendo una sonrisa. Aquella era, con seguridad, la voz más perfecta que había existido nunca

- Luz…Luzbel.- dijo sin conseguir evitar una pequeña inflexión en su tono. – No eres bienvenido.

El caballero de blanco dejó que su sonrisa creciese ligeramente, mientras se retiraba con delicadeza el sombrero mostrando unos ojos de un azul intenso, de esos que ocultan algo pero nunca se alcanza a saber qué. Su pelo bien rasurado y sus facciones suaves contribuían a darle un aspecto andrógino y hermoso. Nadie le habría echado más de veinte años. Despacio, dejó el maletín en el suelo y se sentó en un taburete. Sacó un cigarrillo y lo encendió despacio, observando la llama como quien ve el fuego por primera vez.

- Para variar. Ponme lo mismo de la última vez.

- Eso fue hace seiscientos veinticuatro años, Luzbel.

- Y tres meses y quince días. Pero seguro que recuerdas lo que pedí.

- Por supuesto.

Miguel se retiró un momento, agarrando un vaso ancho por el camino y perdiéndose en la oscuridad del pequeño cuarto donde guardaban las bebidas.

El desconcierto de todos era evidente. Las miradas iban y venían, curiosas, y eran retiradas rápidamente cuando el observado hacía el más mínimo amago de movimiento.

- Tú.

Luzbel se giró despacio.

- Vaya, Raphael. Cuánto tiempo.

Ante él, el camarero se erguía como una estatua, con una majestuosidad que habría impresionado a cualquiera. Menos al mismo diablo, por supuesto.

- Tú…maldito hijo de…

- ¿Dios?- el sutil atisbo de ironía fue acompañado con una sonrisa.

- Serás…

- Cuidado, chico. No quieres que me enfade. – en un momento y sin ningún cambio aparente, el azul de los ojos de Luzbel brillaba con una fuerza descomunal, eterna.

- Raphael – llamó Miguel detrás de la barra.- Ya es suficiente.

El camarero se giró y volvió a sus quehaceres, temblando imperceptiblemente de odio y miedo.

- Aquí tienes – dijo Miguel, extendiéndole el vaso que había recogido relleno de un líquido de un púrpura bastante curioso. Luzbel se llevó el vaso a la boca, tragó con suavidad, y emitió un sonido de placer.

- Hacía tanto que no probaba el néctar de maná…

- ¿Qué ocurre? ¿En tus tierras no tenéis de esto? – el arcángel sonrió, tratando de devolverle la ironía a su cliente.

- En mi tierra están todos trabajando, Miguel.

El silencio se adueñó de la situación por unos instantes.

- ¿A qué has venido?

- Podría decirse que a despedirme.- dijo Luzbel. Con calma, volvió a beber despacio, tratando de obtener el máximo placer de cada trago. – Imagino que vuestro “jefe” os contaría como funciona el juego hace tiempo. O eso espero.

- Sí. Conozco las reglas. No interferir, y esas cosas…

- Bueno, pues tú y tus amigos conocéis las reglas, pero hoy, a excepción de un servidor, esas reglas no las respeta ni Dios, valga la redundancia. Así que he decidido cambiarlas.

La expresión de Miguel dejaba entrever una pequeñísima turbación, como aquel que habla con alguien de quien sabe seguro que no puede fiarse.

- No sé que te propones, pero he de recordarte que ya te derroté una vez, y volveré a hacerlo si es necesario.

- Mucho me temo, mi querido amigo, que esta vez no va a ser posible. – agarró el vaso, y apuró lo poco que quedaba en él. – Ha sido un verdadero placer, Miguel. Cuídate, allí donde quiera que vaya a mandarte.

Volvió a incorporarse, guiñó un ojo al anciano, y dejó sobre la mesa un billete de quinientos euros.

- Invita la casa – se apresuró a decir Miguel.

- Ni hablar. Por nada de mundo dejaría que me invitase la Casa del Señor. Quédate con el cambio. Adiós.

Y tras apagar la colilla en uno de los ceniceros de cristal, se dio la vuelta y salió del local.

En cuanto hubo salido, un murmullo llenó el vacío que todos habían sentido durante su presencia. Empezaron de nuevo las conversaciones, esta vez todas sobre el mismo tema y llenas de preguntas y tonos nerviosos. Raphael aprovechó para reunirse con Miguel.

- Esa maldita serpiente… ¿qué quería?

- Por lo visto…despedirse… - Miguel contestó pensativo, sin entender del todo lo que acababa de pasar.

- Pues se ha dejado el maletín – apuntó Raphael, recogiéndolo del suelo. – Y bien…- de nuevo el tono burlón apreció en su boca, ahora que podía volver a relajarse.- ¿qué crees que llevará el diablo en el maletín?

Miguel tardó un segundo en reaccionar, así que no pudo impedir que el otro arcángel sacase el contenido. Cayeron dos libros sobre la mesa, encuadernados en tapa negra también de cuero: El Anticristo, por Friedrich Nietzsche, y La Evolución de las Especies, de Charles Darwin.

- Dios mío…- alcanzó a musitar Miguel.

La explosión no hizo ningún ruido. Simplemente, un extraño fogonazo inundó el bar, dejándolo vacío a excepción de un par de humanos, que salieron corriendo de allí sin entender absolutamente nada. Nadie reparó en la nota que había caído al suelo “Se acabaron las trampas”. En tan sólo tres meses, aquel local se transformó en un Starbucks.