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jueves, 12 de febrero de 2009

Un curioso caso de resurrección III

...

- ¡Por el amor de Dios Edward! ¡Eso es la cabeza de William! ¡¿Te has vuelto loco?!

- Efectivamente querida, es la cabeza de William. Y no, no me he vuelto loco.

- Pero..pero… ¡Edward!

. ¿Sí, “querida”?- de repente, otra inflexión en la voz del Doctor hizo estremecerse a Marian. Su respiración volvió a acelerarse, y comenzó a agitarse de nuevo.

- Haz el favor de soltarme. Por favor.

- Mucho me temo que eso no es posible...

- Edward, me estás asustando mucho. Dime que ocurre…

- Por supuesto, “querida”. Tienes todo el derecho del mundo a saber que pasa. Verás: a los tres días de tu marcha, golpeé sin querer el jarrón de porcelana que teníamos en el hall. Lo recuerdas, ¿verdad? El de las flores azules. Siento decirte que se hizo añicos contra el suelo…

De pronto la cara de Marian palideció en extremo, y sus labios comenzaron a temblar.

- Cuando me agaché a recoger los fragmentos, descubrí con sorpresa que en su interior había unos papeles enrollados. Obviamente, sabes que eran las cartas que William te escribía. Folio tras folio, fui leyendo cada una de las veces que me habíais engañado. Hasta entonces yo no había sospechado nada, veía perfectamente normal cada una de las veces que quedabas con él para tomar algo, ya que yo me hallaba inmerso en mis estudios. Leí vuestros planes de pasar una idílica semana en Dakar, aprovechando tu viaje. He de reconocer que lo hicisteis bien, conseguisteis mantenerme totalmente ajeno a vuestro juego. De hecho, de no ser por el desafortunado incidente del jarrón, seguramente nunca habría sabido nada, ya que tú perdiste la vida a los pocos días.

- ¡¿Has matado a William?!

- Por supuesto “querida”, pero no te preocupes. Nadie sospechará nada. William tenía un importante viaje a Dublín, pero decidió el último momento salir dos días más tarde para poder quedarse conmigo y acompañarme en mi duelo. Afortunadamente, no dijo nada a nadie, tan sólo avisó de que llegaría dos días tarde. Y para saciar tu curiosidad, he de decirte que sufrió enormemente antes de morir. – una sonrisa sádica se dibujo de golpe en su boca, como si de repente hubiese recordado aquellas escenas.

- ¡Edward, suéltame!¡Te has vuelto loco!¡Socorro!¡Que alguien me saque de aquí!

Sin previo aviso, el Doctor agarró a su mujer por el cuello, clavándole las uñas con fuerza en la garganta. Un gesto de desprecio apareció en su rostro.

- Grita cuanto quieras “querida”.- Estaba tan cerca de ella que podía sentir su respiración desacompasada, su sudor frío, el miedo en sus ojos. - ¿Recuerdas aquella casita de campo que tenía mi tía en las afueras de Bexhill, aquella en la que pasamos un agradable fin de semana tú y yo? –con la mano libre, señaló el resto de la habitación- Nadie va a escucharte, mi amor. Además…¿es realmente un delito matar a un muerto?

Durante los cuatro días siguientes, el Doctor Anderson fue torturando meticulosamente a su mujer con una eficacia propia de un profesional. Realizó cortes de manera sistemática entre cada uno de sus dedos. Arrancó una por una las uñas de Marian, lentamente. Quemó diferentes partes de su cuerpo con el mechero Bunsen que tenía en su laboratorio. Se dedicó a escribir repetidas veces “hasta que la muerte nos separe” con un bisturí sobre la pálida piel de su amada. Partió con cuidado huesos, y desgarró músculos utilizando ganchos y otros utensilios de cirujano. Y fue cortando poco a poco pedazos de su cuerpo. Afortunadamente (o desafortunadamente, si hubiésemos tenido la oportunidad de preguntar a la pobre Marian), el Doctor disponía de las sustancias necesarias para mantener consciente en todo momento a su mujer. Sin anestesiar, por supuesto. Y para hacer honor a la verdad, aguantó mucho más de lo que él esperaba. Por suerte (o por desgracia).

A su regreso a Londres, todo el mundo encontró bastante mejorado al Doctor Anderson. Era un hombre fuerte, y aquellos días en el campo le habían hecho bien, era evidente. Además, dijo, su tía no tendría que preocuparse de pasar por allí en una buena temporada. Le había dejado una buena cantidad de comida a los perros.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Un curioso caso de resurrección II

...

Afortunadamente, el Doctor Anderson había tenido la precaución de atar fuertemente a Marian en la camilla para evitar problemas. La impresión de resucitar era un shock terrible, y era fácil que pudiese hacerse daño.

-¡Edward! – grito la mujer al ver a su marido frente a ella.- ¡Oh, Edward!¡Que terrorífico! ¡Estaba muerta!¡He estado muerta, Edward! ¿Cómo es posible que pueda verte ahora?

El Doctor hizo gestos para que se tranquilizase, se acercó y le acarició suavemente el pelo:

- Cálmate, querida. Sí, estabas muerta. Recordarás que enfermaste en tu viaje a la Guinea Francesa. Uno de los muchos brotes de fiebre que asolan el África Occidental. Cuando te trajeron de vuelta a Londres ya era demasiado tarde. Delirabas, y no pudimos hacer nada por tu vida. – Con calma, se colocó un cigarrillo en la boca, y lo prendió con un fósforo.

- Pero ¿y entonces? – volvió a preguntar Marian, desencajada. La visión de Edward parecía calmarla, pero a pesar de todo se agitaba violentamente.- ¿Qué ha ocurrido?

- Bueno, como sin duda recuerdas, te dije hace tiempo que trabajaba junto con mi íntimo amigo William en un importante estudio. Nunca prestaste demasiada atención, asi que nunca te dije de qué se trataba, pero el estudio tenía como base los trabajos de aquel loco que seguro recuerdas, un tal Frankenstein. Un hombre que dijo haber conseguido dar vida a un ser creado con partes de varios cadáveres. La mayoría de los científicos se tomaron esto como una broma, incluso como una ofensa, pero pronto el asunto quedó en el olvido. Dos años después de su muerte, tuve la suerte de hacerme con sus apuntes sobre el tema, y junto con William empezamos a trabajar. En seguida nos dimos cuenta de que, por muy irreal que pareciese, las anotaciones de Frankenstein tenían sentido, y tras un par de pruebas conseguimos resucitar a una rata. No creo que puedas imaginarte nuestra excitación en aquellos momentos, querida. Tras el primer éxito, fuimos haciendo pruebas, mejorando el sistema de Frankenstein hasta un grado mucho más elevado de lo que seguramente él se hubiese atrevido a soñar. Fue entonces cuando William decidió hacer un viaje a Senegal. Quería traer un par de especimenes raros para poder seguir nuestra investigación. Y a las dos semanas, tú te marchaste a Guinea, y volviste moribunda. Cuando te perdimos por completo, y sabiendo perfectamente que tus padres no accederían a que tratase de devolverte a la vida, tuve que apañármelas como pude para recuperar tu cuerpo. Asi que pedí que me dejasen a solas contigo antes de cerrar el ataúd, necesitaba despedirme. Te escondí en una alfombra enrollada, la alfombra persa que teníamos en el salón, esa que tanto te gustaba, y cerré el ataúd. Lo que he hecho ha sido utilizar mis conocimientos para devolverte a la vida, mi amor.- Edward exhaló una nube de humo lentamente.

- No sabes lo agradecida que te estoy, Edward querido…pero ¿estoy atada? ¿Por qué me has atado, Edward?

- Oh, eso. Era para evitar que te hicieses daño. El shock al despertar es intenso, como habrás podido comprobar.

- Tienes razón, desde luego. Pero ya puedes soltarme, querido. Tus palabras siempre consiguen tranquilizarme…

- Ahora mismo Marian. Voy a enseñarle a William “nuestro logro”.- dijo el Doctor, con un extraño tono en sus últimas palabras. Se dirigió a uno de los congeladores de la habitación, sacó una bolsa, y volvió frente a su mujer.

- Mira William.- dijo depositando la bolsa sobre la mesa. - ¿Qué te parece? Frankenstein tenía razón después de todo, ¿verdad?

Por segunda vez, un grito de Marian se elevó por encima del ruido de los truenos.

...

martes, 10 de febrero de 2009

Un curioso caso de resurrección I

Aquella noche, el Doctor Edward Anderson bajó al laboratorio con la excitación de quien se sabe cerca de terminar un trabajo importante. Había pasado la tarde nervioso, dando pequeños paseos continuamente, y pensando en qué haría una vez concluído todo. El propio clima parecía haberse hecho cargo de su estado de ánimo, cubriendo el cielo de un manto grisáceo que amenazaba tormenta, y poco a poco fue levantándose viento. A la hora de la cena, los primeros rayos rasgaron la noche, y comenzó a llover con fuerza.

Cuando hubo terminado de cenar, el Doctor se preparó como había hecho cada noche durante los últimos tres días. Se lavó minuciosamente las manos, y entró al laboratorio. La bombilla emitía un cono de luz amarillenta que parpadeaba como de costumbre, y el olor a formol inundaba la habitación. Los utensilios estaban perfectamente colocados en la mesa auxiliar. El escritorio estaba repleto de apuntes de su puño y letra, y había varios volúmenes y atlas de anatomía colocados en distintos lugares.

Realmente no es que el Doctor no hubiese podido trabajar durante las tardes, pero no le gustaba. Era un hombre taciturno, noctámbulo, y sólo se sentía inspirado arropado por la oscuridad de la noche, cuando las tinieblas tienden su dulce mano sobre el mundo. Y no quería cometer ningún error.

Respiró hondo. Esa noche acabaría todo, si no surgían complicaciones. Y sin perder más tiempo, comenzó a trabajar.

Las horas fueron sucediéndose lentamente, sacudidas de vez en cuando por el sonido de los truenos. A pesar de encontrarse en un sótano, se escuchaba perfectamente el ruido de la lluvia cayendo inclemente. Pero ninguno de estas circunstancias perturbaban en lo más mínimo la concentración de nuestro protagonista.

Aquella noche quedaba por hacer el trabajo más delicado: conectar la bobina Tesla al sistema nervioso. Había que hacerlo con exquisita precisión, cualquier error daría al traste con todo el esfuerzo anterior y no podía permitirse ese lujo. Asi que una vez hubo acabado, casi temblando de la emoción, se obligó a calmarse y repaso tres veces que todo fuese correcto antes de continuar. Efectivamente, parecía estar perfectamente colocado.

Se separó ligeramente de la mesa, cerró los ojos, y accionó la bobina.

A los dos segundos, un espeluznante grito femenino rasgaba la noche.

...