Las calles estaban teñidas de ese gris que inunda el mundo cuando llueve sin fuerza, con indiferencia. La gente andaba molesta, acelerada, intentando llegar pronto a su destino para refugiarse. Empezaba a anochecer, y las luces de los pocos coches que circulaban de un lado para otro salpicando a los viandantes se reflejaban en los charcos, dándole un aire irreal a la escena.
Nada me habría diferenciado del resto de gabardinas y sombreros que habitaban las aceras en aquellos momentos, de no ser por mi objetivo. Yo no trataba de llegar a un café para ponerme a salvo de la lluvia, ni volvía a casa de un duro día de trabajo. Yo tenía una misión que cumplir, algo importante. Mucho más importante que cualquier cosa que ellos pudiesen hacer. Tenía que darme prisa.
Atravesé con rapidez la calle, pisando un par de charcos que no parecieron inmutarse al verme pasar, y que volvieron rápidamente a su calma cuando hube alcanzado la otra acera. Mis calcetines, sin embargo, sí se vieron afectados por el encuentro, pero intenté no prestarle demasiada atención al asunto. Torcí en la segunda esquina, y me interné en aquel terrible bosque de paraguas y chubasqueros. Todo era gris, todos eran grises. Las voces, los gritos y los pitidos de los coches se entremezclaban, llenando el aire de una extraña pesadez. De fondo podía escuchar una sirena. A mi lado, una rechoncha señora trataba de llegar a la puerta de los grandes almacenes. Esquivé un paraguas que se dirigía peligrosamente hacia mi cara, e intenté salir de allí por todos los medios. Cuadré los hombros, hinché el pecho, y utilizando los codos fui avanzando como buenamente pude hasta el final de la avenida.
Una vez allí, todo fue más sencillo. Me interné en una estrecha calle secundaria, donde la pendiente creaba tres incómodos riachuelos, y seguí andando sin mucho problema. La zona estaba prácticamente desierta, y tan sólo un par de vagabundos y algún gato aparecían entre las sombras, desapareciendo al momento siguiente como una ilusión. Empezaba a hacer frío, y aceleré el paso hasta llegar al solar.
Allí, en la esquina, estaba ella. Mi objetivo. El tono gris dominante resaltaba el azul de sus ojos y el rojo de sus labios. Su pelo negro, muy corto, brillaba más que nunca empapado por la lluvia. Se apoyaba contra la pared con ese aire despreocupado suyo tan característico, sin prestarle atención a nada en concreto, ni siquiera a las gotas que hacía tiempo habían calado su abrigo beige.
Yo había quedado con ella para decirle algo que cambiaría su vida para siempre. Algo importante en extremo, que le daría un sentido diferente a absolutamente todo lo que había conocido y vivido. Necesitaba decírselo, era imprescindible que lo supiese.
Cuando me vio cubierto con mi sombrero viejo, esbozó una débil sonrisa, distraída. Obviamente ella no se imaginaba nada.
- Hey, hoy has llegado pronto. Raro en ti, normalmente…
-No hay tiempo – la corté.- Tengo que contarte algo.
Su expresión se modificó casi imperceptiblemente. Era como mirar un cuadro con el fondo descolorido, y donde sólo podías fijar la vista en un azul enfermizo y un rojo tentador.
Entonces ocurrió: justo en el momento en que iba a empezar a hablar, algo se movió tras ella. La agarré del brazo con fuerza y la aparté de los ladrillos. Poco a poco, comenzó a surgir una silueta de aquella pared, casi como un relieve. Aquello tenía la forma exacta de los espías de los dibujos animados, con una gabardina cuyas solapas cubrían toda su cara a excepción de dos ojos blancos con un diminuto punto negro en el centro, abrigados por el ala de un sombrero de gangster de los años treinta. Lo más inusual era, sin embargo, que la figura carecía de tres dimensiones, y parecía esbozada en un papel. Su ropa tenía el color de la pared de ladrillos. Nos había encontrado.
Cogí la mano de la chica y empecé a correr con todas mis fuerzas sin pensar en un lugar al que dirigirme. Ella seguía mi ritmo sin decir una palabra, como si se encontrase en estado de shock. Yo miraba en todas direcciones, buscando las calles menos transitadas para poder escapar, pero pronto me di cuenta de algo: daba igual a donde fuésemos. Aquellos espías surgían de las farolas, de contenedores de basura, aparecían de los graffitis, salían de los charcos, cada uno con un camuflaje diferente, y nos seguían sin problemas, como sábanas pasando rápidamente entre la multitud.
- ¡Corre! – grité.- ¡No deben cogernos, si nos cogen se acabó todo!
Ella no dijo nada, y me miró como si no entendiese. Tiré más fuerte de su mano, e hice un esfuerzo por aumentar la velocidad. Teníamos que llegar a mi casa a toda costa. No estábamos lejos, y con suerte podríamos aguantar el tiempo suficiente.
Giramos a la derecha, me llevé a un hombre con bastón por delante, y al fondo apareció mi portal. Ya casi estábamos, sólo un poco más…
Los espías nos seguían como sombras, sin hacer ningún ruido, y pasaban desapercibidos para el resto de la gente. Me abalancé frenéticamente sobre la puerta, intentando encajar la llave en la cerradura como loco. Se acercaban. Escuché un clic, y empujé con todas mis fuerzas. La chica entró sin pensarlo, y cerré tras de mi justo a tiempo de ver como uno de ellos, camuflado de paso de cebra, se estampaba contra el cristal.
- ¡Es el tercero! – y agarré de nuevo su mano.
Con el rabillo del ojo ví como del gotelé de la escalera se despegaban formas, como se levantaban siluetas de los escalones. Aun no nos habíamos librado de ellos. Con el corazón en un puño recorrimos los tres pisos, seguidos muy de cerca de aquellos espías que aun no se rendían.
Esta vez atiné a la primera, y la puerta se abrió sin problema. Cerré de golpe, y me apoyé contra la madera para recuperar el aliento. Estábamos a salvo. Por fin a salvo. Si nos hubiesen cogido…
En ese momento, escuché un pequeño suspiro tras de mi. Provenía de la chica. Me giré despacio, y no pude creer lo que vieron mis ojos: mi salón estaba inundado de ellos. Sentados en los sillones. Detrás de las lámparas. En las cortinas. Apoyados en las ventanas. Tumbados sobre la alfombra. Dentro de la televisión. En la librería...Nos habían atrapado.
Tened mucho cuidado. Hay espías en cada esquina.
--------------------------------------------------------------------------
Estaba escuchando esta canción de Coldplay (un grupo al que no había hecho caso nunca y que se ha convertido en uno de mis favoritos), viendo unas fotos en flickr, y me han entrado ganas de escribir. Aunque no tenga ningún sentido.
lunes, 29 de diciembre de 2008
domingo, 28 de diciembre de 2008
Smells like Hawaii spirit
Ya que Jez me regaló dos canciones por Navidad, le devuelvo el gesto. Y como imagino que alucinaréis, al resto también.
martes, 23 de diciembre de 2008
jueves, 18 de diciembre de 2008
Replicantes
"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir."
Roy Batty, replicante. Blade Runner.
Hace unos días, tuve que hacer un trabajo para robótica. El tema que yo elegí fue: Robots exploradores en el espacio, y el profesor nos pidió que lo entregásemos en html para poder colgarlo en internet y permitir así que los alumnos nos votásemos entre nosotros (y de paso, ahorrarse el trabajo de leerlos/corregirlos él). Hay un poco de todo, pero entre exoesqueltos, micro-robots y cosas por el estilo, he encontrado uno sobre robots replicantes. He de decir que el trabajo está bastante flojo, sin datos suficientes y explicado muy por encima, pero me despertó la curiosidad, asi que me puse a buscar un poco más de información.
Seguramente muchos habréis visto Blade Runner de Ridley Scott, una adaptación genial del libro "Do Androids Dream of Electric Sheep?" ("Sueñan los androides con ovejas eléctricas"?", por Phillip K. Dick (quien tenía sueños rarísimos, veía visiones, y además era un genio genial). En esta película, los replicantes son robots que han sido fabricados tan idénticos a los humanos que resulta imposible distinguirlos ni física ni psicológicamente. En la novela, para distinguirlos de los humanos se les aplica un test de empatía llamado test Voight Kampf, ya que los replicantes no son capaces de ponerse en el lugar de otro replicante o un humano. En la película, por contra, se utiliza el test de Voight Kampf esperándose resultados inversos: como los replicantes son "máquinas", no son capaces de entender la "no ética" que va creándose en los seres humanos a medida que van viviendo (fobias, manías,...), de modo que siempre darán una respuesta moralmente correcta a cualquier situación hipotética.
Muy bien, ciencia ficción. Ahora...¿qué tiene esto de real?
A grandes rasgos, un replicante (no necesariamente un robot) es algo capaz de fabricar un individuo igual a él, que tendrá también la facultad de seguir creando individuos similares. Sin ir más lejos, las células son organismos replicantes.
Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, en 1934, al matemático y físico John Von Neumann se le ocurre la "máquina de Von Neumann". Una máquina con la capacidad de fabricar réplicas de ella misma. Dicha máquina necesitaría tres elementos clave. Primeramente, una sección que controlase la la utilización de energía y materiales pasa el propio individuo. Después, un sistema que controlase la replicación, que fabricase las copias. Y por último, un software que controlase todo el proceso y además contuviese las órdenes para la réplica creada (sería equivalente al genoma humano).
Y con todo esto, ya la tenemos bien liada. Imaginad la cantidad de situaciones que pueden generarse. Por poner un ejemplo, suponed que queremos extraer minerales de un planeta. Una opción es la de enviar un robot allí, sacar el material, y traerlo de vuelta. Pero ¿que ocurre si llevamos un robot replicante? Perderíamos parte del material, que se invertiría en la creación de nuevos robots...y sin embargo, cuando se alcanzase la décima generación, habría más de mil replicantes sobre la superficie de ese planeta. Como suponeis, el ahorro de tiempo sería enorme. Y si encima las réplicas están programadas para pasar a otro planeta cuando los recursos se agotasen, pues podemos tumbarnos tranquilamente a ver como un ejército de máquinas autoreplicantes van extendiéndose por doquier.
Hoy en día, por supuesto, la tecnología no ha alcanzado un nivel suficiente como para crear un robot replicante. Sin embargo, la idea ya esta muy extendida. Por poner un ejemplo, muchos virus informáticos funcionan de esta manera, infectando gran cantidad de ordenadores en pocas horas.
Por último, como cualquier idea de este calibre, todo esto puede llevarse mucho más allá. Al igual que existe el proyecto SETI (búsqueda de señales extraterreste en el espectro electromagnético), se ha creado un proyecto paralelo llamado SETA (que en principio no tiene nada que ver con drogas), centrado en la búsqueda de máquinas extraterrestres. Matemáticamente puede demostrarse que con replicantes, la Vía Láctea sería explorada en aproximadamente doscientos millones de años, lo que en tiempos universales es más bien poco (y sin utilizar naves que alcanzasen velocidades relativistas). Más aun, si el software sufriese, por algún motivo, modificaciones aleatorias, dichas máquinas podrían verse sometidas a la evolución. Incluso algunos se atreven a insinuar que el cinturón de asteroides del Sistema Solar no es más que los restos de un planeta destruído para obtener sus recursos.
Bien pensado...¿no tenemos nosotros pinta de máquinas de Von Neumann evolucionadas?
Roy Batty, replicante. Blade Runner.
Hace unos días, tuve que hacer un trabajo para robótica. El tema que yo elegí fue: Robots exploradores en el espacio, y el profesor nos pidió que lo entregásemos en html para poder colgarlo en internet y permitir así que los alumnos nos votásemos entre nosotros (y de paso, ahorrarse el trabajo de leerlos/corregirlos él). Hay un poco de todo, pero entre exoesqueltos, micro-robots y cosas por el estilo, he encontrado uno sobre robots replicantes. He de decir que el trabajo está bastante flojo, sin datos suficientes y explicado muy por encima, pero me despertó la curiosidad, asi que me puse a buscar un poco más de información.
Muy bien, ciencia ficción. Ahora...¿qué tiene esto de real?
A grandes rasgos, un replicante (no necesariamente un robot) es algo capaz de fabricar un individuo igual a él, que tendrá también la facultad de seguir creando individuos similares. Sin ir más lejos, las células son organismos replicantes.
Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, en 1934, al matemático y físico John Von Neumann se le ocurre la "máquina de Von Neumann". Una máquina con la capacidad de fabricar réplicas de ella misma. Dicha máquina necesitaría tres elementos clave. Primeramente, una sección que controlase la la utilización de energía y materiales pasa el propio individuo. Después, un sistema que controlase la replicación, que fabricase las copias. Y por último, un software que controlase todo el proceso y además contuviese las órdenes para la réplica creada (sería equivalente al genoma humano).
Hoy en día, por supuesto, la tecnología no ha alcanzado un nivel suficiente como para crear un robot replicante. Sin embargo, la idea ya esta muy extendida. Por poner un ejemplo, muchos virus informáticos funcionan de esta manera, infectando gran cantidad de ordenadores en pocas horas.
Por último, como cualquier idea de este calibre, todo esto puede llevarse mucho más allá. Al igual que existe el proyecto SETI (búsqueda de señales extraterreste en el espectro electromagnético), se ha creado un proyecto paralelo llamado SETA (que en principio no tiene nada que ver con drogas), centrado en la búsqueda de máquinas extraterrestres. Matemáticamente puede demostrarse que con replicantes, la Vía Láctea sería explorada en aproximadamente doscientos millones de años, lo que en tiempos universales es más bien poco (y sin utilizar naves que alcanzasen velocidades relativistas). Más aun, si el software sufriese, por algún motivo, modificaciones aleatorias, dichas máquinas podrían verse sometidas a la evolución. Incluso algunos se atreven a insinuar que el cinturón de asteroides del Sistema Solar no es más que los restos de un planeta destruído para obtener sus recursos.
Bien pensado...¿no tenemos nosotros pinta de máquinas de Von Neumann evolucionadas?
sábado, 22 de noviembre de 2008
Un verdadero secreto
- “…los servicios sanitarios sólo pudieron certificar la muerte del joven, cuyo cadáver se encontraba…”-
Los dedos de Marina pulsaron el botón del televisor con una leve tensión contenida, como si no estuviese del todo segura de que aquel hombre de la pantalla fuese a desaparecer. Cuando todo quedó negro, una sensación de alivio recorrió su pequeño cuerpo.
- ¿Sabes? No lo entiendo – dijo la niña, dirigiéndose al aparato. – No sé por qué todo el mundo te mira, eres un aburrimiento. Siempre hablando, siempre. Sólo hablas. Nunca escuchas.
Lentamente, Marina se dió la vuelta con solemnidad, sintiendo que acababa de cumplir con su deber. Después de mirar su reflejo deformado en el picaporte (cosa que siempre le había hecho mucha gracia), salió del cuarto de estar despacio, sin hacer ruido. Ella nunca hacía ruido, y le molestaba mucho la gente que hablaba demasiado alto. Tal vez esto podía resultar algo extraño en una niña de siete años, pero eso le daba completamente igual.
El pasillo estaba inundado de esas pequeñas motas de polvo que salían a pasear por la tarde, cuando el sol entraba más anaranjado por las ventanas de la casa. De fondo podía escuchar a su madre regañando a su hermano Raúl por haberse comido unas galletas, pero no prestó demasiada atención. Siempre que veía aquellos puntos de luz flotando en el aire se esforzaba por no distraerse con nada más. Cerró los ojos, y avanzó rozando las paredes con la yema de los dedos para no perderse. Se imaginó en otro lugar, uno que sólo ella conocía. Se imaginó su olor dulce, el roce del viento, su sabor. Realmente, le habría encantado poder quedarse allí un buen rato, pero el pasillo se acabó pronto. Desde pequeña, Marina había sentido una profunda sensación de desarraigo (por increíble que parezca conocía esa palabra y otras más estrambóticas, como “estrambótico”, que era una de sus palabras favoritas). No sabía de donde venía, y además tenía la extraña certeza de que si le preguntaba a sus padres, ellos no le dirían la verdad.
Llegó a su habitación y cerró la puerta. Tampoco le gustaba dejar la puerta de su habitación abierta, aunque a su madre no le hacía mucha gracia. Sin perder un instante, pero siempre con los movimientos suaves propios de ella, se metió debajo de la cama, saludó a un par de muñecos que por algún motivo se encontraban allí, y sacó una pila de libros. Una de las mayores particularidades de Marina era su capacidad para leer: había aprendido con tan sólo cuatro años, y desde entonces no había parado. Empezó por los cuentos que tenía en casa, esos que generalmente se les lee a los niños antes de dormir. No le duraron mucho, y pronto pasó a leer libros un poco más avanzados, donde las historias tenían mucho más sentido. Pero al tiempo, empezó a coger, por pura curiosidad, alguno de los libros que tenían sus padres en el salón. No le asustaba el hecho de que un libro fuese gordo, o que tuviese que hacer un esfuerzo considerable para llevarlos hasta su habitación, donde los escondía meticulosamente para evitar que sus padres le dijesen que aquellos libros no eran ni mucho menos apropiados para su edad.
La mayor parte de las veces no entendía absolutamente nada de lo que leía, por lo que siempre tenía a mano un diccionario que había encontrado sobre la mesa del cuarto de estar un día por la mañana, y que sus padres estaban buscando desde entonces.
Como es de suponer, al escoger prácticamente al azar Marina había leído ya toda clase de libros, como La Isla del Tesoro, Marketing avanzado, Frankenstein, Sea feliz en diez pasos o Momo. Se había acostumbrado a que unas veces el libro la absorbiese totalmente, fascinándola y obligándola a dejar de pensar en el resto del mundo, y otras veces aquello fuese algo realmente aburrido, pero nunca había dejado uno sin terminar.
Sin embargo, y aunque pueda parecer extraño, los libros que más le gustaban no eran los que contaban una bonita historia de aventuras y acción. Eran entretenidos, desde luego, pero sólo eso. A ella le gustaban sobre todo los libros de una pequeña colección que habían comprado sus padres hacía años, una serie de volúmenes a modo de enciclopedia sobre Historia, Física, Bellas Artes,…había devorado con avidez la vida de los egipcios, se había sorprendido con todas esas cosas que no entendía sobre los átomos, y había aprendido encantada a qué se dedicaban las hormigas cuando estaban bajo tierra.
Hacía un par de días que había terminado Alguien Voló sobre el Nido del Cuco (“menuda panda de locos”, pensó al cerrar el libro), y se dijo a si misma que se merecía uno de aquellos volúmenes naranjas. Así que cogió uno al azar, y se sentó en su cama.
Siempre se sentaba de la misma manera y en el mismo lugar: un poco a la izquierda del centro, cruzando las piernas y apoyando la espalda ligeramente en un enorme cojín rojo. Colocó al Señor Orejas, su conejo de peluche, justo al lado, y respiró hondo. Le gustaba la sensación que tenía antes de empezar a leer algo nuevo, la incertidumbre de qué iba a encontrarse en esas páginas. Se retiró despacio un mechón castaño que cubría sus enormes ojos azules mientras se prometía a si misma “mañana mismo le cojo las tijeras a mamá y me corto el pelo”, y se preparó.
“Anatomía del cuerpo humano”, podía leerse en la tapa, con letras marrones algo desgastadas.
- Señor Orejas, presta mucha atención. – Y empezó a leer.
Marina se pasó toda la mañana y toda la tarde encerrada en su cuarto, sin ninguna distracción. Su madre debía de estar ocupada en una de esas limpiezas generales, porque no fue a obligarla en ningún momento a que saliera a jugar fuera, ni dijo nada cuando la niña fue directamente hacia su habitación después de comer. Cuando la llamaron a cenar, ya había leído las dos terceras partes del libro, incluyendo el capítulo “Reproducción”.
- Pues vaya. –se dijo.- ¿Eso es todo? ¿Para eso tanto secreto? Los adultos no tienen ni idea de lo que es un secreto…ya me gustaría a mí ver que cara pondrían si se enterasen de quién se comió realmente las galletas.
Y dejándose resbalar desde la cama al suelo, se dirigió a la cocina, sintiéndose un poquito (pero sólo un poquito) más segura.
Los dedos de Marina pulsaron el botón del televisor con una leve tensión contenida, como si no estuviese del todo segura de que aquel hombre de la pantalla fuese a desaparecer. Cuando todo quedó negro, una sensación de alivio recorrió su pequeño cuerpo.
- ¿Sabes? No lo entiendo – dijo la niña, dirigiéndose al aparato. – No sé por qué todo el mundo te mira, eres un aburrimiento. Siempre hablando, siempre. Sólo hablas. Nunca escuchas.
Lentamente, Marina se dió la vuelta con solemnidad, sintiendo que acababa de cumplir con su deber. Después de mirar su reflejo deformado en el picaporte (cosa que siempre le había hecho mucha gracia), salió del cuarto de estar despacio, sin hacer ruido. Ella nunca hacía ruido, y le molestaba mucho la gente que hablaba demasiado alto. Tal vez esto podía resultar algo extraño en una niña de siete años, pero eso le daba completamente igual.
El pasillo estaba inundado de esas pequeñas motas de polvo que salían a pasear por la tarde, cuando el sol entraba más anaranjado por las ventanas de la casa. De fondo podía escuchar a su madre regañando a su hermano Raúl por haberse comido unas galletas, pero no prestó demasiada atención. Siempre que veía aquellos puntos de luz flotando en el aire se esforzaba por no distraerse con nada más. Cerró los ojos, y avanzó rozando las paredes con la yema de los dedos para no perderse. Se imaginó en otro lugar, uno que sólo ella conocía. Se imaginó su olor dulce, el roce del viento, su sabor. Realmente, le habría encantado poder quedarse allí un buen rato, pero el pasillo se acabó pronto. Desde pequeña, Marina había sentido una profunda sensación de desarraigo (por increíble que parezca conocía esa palabra y otras más estrambóticas, como “estrambótico”, que era una de sus palabras favoritas). No sabía de donde venía, y además tenía la extraña certeza de que si le preguntaba a sus padres, ellos no le dirían la verdad.
Llegó a su habitación y cerró la puerta. Tampoco le gustaba dejar la puerta de su habitación abierta, aunque a su madre no le hacía mucha gracia. Sin perder un instante, pero siempre con los movimientos suaves propios de ella, se metió debajo de la cama, saludó a un par de muñecos que por algún motivo se encontraban allí, y sacó una pila de libros. Una de las mayores particularidades de Marina era su capacidad para leer: había aprendido con tan sólo cuatro años, y desde entonces no había parado. Empezó por los cuentos que tenía en casa, esos que generalmente se les lee a los niños antes de dormir. No le duraron mucho, y pronto pasó a leer libros un poco más avanzados, donde las historias tenían mucho más sentido. Pero al tiempo, empezó a coger, por pura curiosidad, alguno de los libros que tenían sus padres en el salón. No le asustaba el hecho de que un libro fuese gordo, o que tuviese que hacer un esfuerzo considerable para llevarlos hasta su habitación, donde los escondía meticulosamente para evitar que sus padres le dijesen que aquellos libros no eran ni mucho menos apropiados para su edad.
La mayor parte de las veces no entendía absolutamente nada de lo que leía, por lo que siempre tenía a mano un diccionario que había encontrado sobre la mesa del cuarto de estar un día por la mañana, y que sus padres estaban buscando desde entonces.
Como es de suponer, al escoger prácticamente al azar Marina había leído ya toda clase de libros, como La Isla del Tesoro, Marketing avanzado, Frankenstein, Sea feliz en diez pasos o Momo. Se había acostumbrado a que unas veces el libro la absorbiese totalmente, fascinándola y obligándola a dejar de pensar en el resto del mundo, y otras veces aquello fuese algo realmente aburrido, pero nunca había dejado uno sin terminar.
Sin embargo, y aunque pueda parecer extraño, los libros que más le gustaban no eran los que contaban una bonita historia de aventuras y acción. Eran entretenidos, desde luego, pero sólo eso. A ella le gustaban sobre todo los libros de una pequeña colección que habían comprado sus padres hacía años, una serie de volúmenes a modo de enciclopedia sobre Historia, Física, Bellas Artes,…había devorado con avidez la vida de los egipcios, se había sorprendido con todas esas cosas que no entendía sobre los átomos, y había aprendido encantada a qué se dedicaban las hormigas cuando estaban bajo tierra.
Hacía un par de días que había terminado Alguien Voló sobre el Nido del Cuco (“menuda panda de locos”, pensó al cerrar el libro), y se dijo a si misma que se merecía uno de aquellos volúmenes naranjas. Así que cogió uno al azar, y se sentó en su cama.
Siempre se sentaba de la misma manera y en el mismo lugar: un poco a la izquierda del centro, cruzando las piernas y apoyando la espalda ligeramente en un enorme cojín rojo. Colocó al Señor Orejas, su conejo de peluche, justo al lado, y respiró hondo. Le gustaba la sensación que tenía antes de empezar a leer algo nuevo, la incertidumbre de qué iba a encontrarse en esas páginas. Se retiró despacio un mechón castaño que cubría sus enormes ojos azules mientras se prometía a si misma “mañana mismo le cojo las tijeras a mamá y me corto el pelo”, y se preparó.
“Anatomía del cuerpo humano”, podía leerse en la tapa, con letras marrones algo desgastadas.
- Señor Orejas, presta mucha atención. – Y empezó a leer.
Marina se pasó toda la mañana y toda la tarde encerrada en su cuarto, sin ninguna distracción. Su madre debía de estar ocupada en una de esas limpiezas generales, porque no fue a obligarla en ningún momento a que saliera a jugar fuera, ni dijo nada cuando la niña fue directamente hacia su habitación después de comer. Cuando la llamaron a cenar, ya había leído las dos terceras partes del libro, incluyendo el capítulo “Reproducción”.
- Pues vaya. –se dijo.- ¿Eso es todo? ¿Para eso tanto secreto? Los adultos no tienen ni idea de lo que es un secreto…ya me gustaría a mí ver que cara pondrían si se enterasen de quién se comió realmente las galletas.
Y dejándose resbalar desde la cama al suelo, se dirigió a la cocina, sintiéndose un poquito (pero sólo un poquito) más segura.
lunes, 17 de noviembre de 2008
Volar sin alas
Supongo que ahora que me he callado,
debería empezar a escucharme.
Asi que aprovecha este momento de silencio inesperado
y rómpeme la vida.
Y párteme la muerte.
Y con los pedazos que te encuentres,
haz una hogera en el lago,
y déjame inhalarme hasta los huesos.
Báñame en mis ascuas,
que me queme bien de mí.
Astíllame los dientes.
Sécame los miedos.
Dame de comer mis errores.
Que se me indigesten.
Despega lo poco de realidad
que quede en mi piel,
y arrójame por el acantilado.
Porque voy a intentar volar sin alas.
debería empezar a escucharme.
Asi que aprovecha este momento de silencio inesperado
y rómpeme la vida.
Y párteme la muerte.
Y con los pedazos que te encuentres,
haz una hogera en el lago,
y déjame inhalarme hasta los huesos.
Báñame en mis ascuas,
que me queme bien de mí.
Astíllame los dientes.
Sécame los miedos.
Dame de comer mis errores.
Que se me indigesten.
Despega lo poco de realidad
que quede en mi piel,
y arrójame por el acantilado.
Porque voy a intentar volar sin alas.
lunes, 3 de noviembre de 2008
Mucho polvo, por favor.
Hoy me he dado cuenta de algo raro en mi. Supongo que ha estado así mucho tiempo, pero no lo sabía.
Estaba mirando la televisión de mi piso compartido, apagada. Es la típica tele de piso compartido: sin mando, con un par de botones de menos, y las esquinas más negras de lo normal. La imagen baila cuando está encendida, y es complicado escuchar con claridad todas las palabras que deberían salir de ella. En definitiva, una televisión vieja.
Por norma general, nadie querría una tele así. Las televisiones de plasma son más grandes, se escuchan mejor, y son más bonitas. Más nuevas. Pero creo que yo no la cambiaría. Y no porque me guste esa televisión en concreto, porque de hecho no veo la televisión (y mucho menos desde que estoy aquí). Me pasa igual con los libros. Un libro nuevo puede llamarme la atención si he oído hablar de él, o si el argumento tiene buena pinta, pero nada más. Un libro antiguo me llama la atención porque si. No se explicar exactamente que es, pero desde pequeño me han gustado los libros antiguos. Tendría mi habitación llena de libros cubiertos de polvo, con hojas manchadas de café, esquinas dobladas o destrozadas, e incluso quemados o arrugados. Roídos por ratones.
La diferencia es simple y estúpida, pero es una diferencia. Lo estropeado, lo roto y rajado tiene una historia. Nadie pondría en su casa un cuadro con el lienzo roto, pero a mi no me importaría. Y si alguien lo mirase, pensaría que estoy loco. "Está roto, ¿por qué lo has colgado?".
"Pues porque lo rompí yo". "O ella". "O se me cayó al traerlo aquí". "O me enfadé y lo rajé con el cuchillo jamonero".
El cuadro puede ser precioso, tener unos colores que te hagan temblar, o una composición digna de el mayor artista del mundo, pero no será diferente del resto de las obras de arte, excepto para el pintor, que sabe exáctamente lo que significa. Ya no hablemos de un mp3, o de un CD, o un televisor nuevo, que se montan pieza a pieza idénticamente iguales, a millares. Sin embargo, segurísimo que no hay una televisión igual que la de mi piso. Tiene una historia que no conozco, el rayón de la esquina derecha lo hizo alguien sin querer, o queriendo, y dejó una marca. Y cuando se cayeron los botones, seguro que quién lo pulsó por última vez se rió a carcajada limpia, o se enfadó porque la tele empezaba a estar vieja.
Me gustan los rayones de mi mp3. Y abrir un libro y encontrar anotaciones que no entiendo en los márgenes. Y encontrar una caja cubierta de polvo en el desván de alguna casa que no es mía (o en la mía).
Ojalá hubiese más cosas viejas, y más polvo en el mundo.
Estaba mirando la televisión de mi piso compartido, apagada. Es la típica tele de piso compartido: sin mando, con un par de botones de menos, y las esquinas más negras de lo normal. La imagen baila cuando está encendida, y es complicado escuchar con claridad todas las palabras que deberían salir de ella. En definitiva, una televisión vieja.
Por norma general, nadie querría una tele así. Las televisiones de plasma son más grandes, se escuchan mejor, y son más bonitas. Más nuevas. Pero creo que yo no la cambiaría. Y no porque me guste esa televisión en concreto, porque de hecho no veo la televisión (y mucho menos desde que estoy aquí). Me pasa igual con los libros. Un libro nuevo puede llamarme la atención si he oído hablar de él, o si el argumento tiene buena pinta, pero nada más. Un libro antiguo me llama la atención porque si. No se explicar exactamente que es, pero desde pequeño me han gustado los libros antiguos. Tendría mi habitación llena de libros cubiertos de polvo, con hojas manchadas de café, esquinas dobladas o destrozadas, e incluso quemados o arrugados. Roídos por ratones.
La diferencia es simple y estúpida, pero es una diferencia. Lo estropeado, lo roto y rajado tiene una historia. Nadie pondría en su casa un cuadro con el lienzo roto, pero a mi no me importaría. Y si alguien lo mirase, pensaría que estoy loco. "Está roto, ¿por qué lo has colgado?".
"Pues porque lo rompí yo". "O ella". "O se me cayó al traerlo aquí". "O me enfadé y lo rajé con el cuchillo jamonero".
El cuadro puede ser precioso, tener unos colores que te hagan temblar, o una composición digna de el mayor artista del mundo, pero no será diferente del resto de las obras de arte, excepto para el pintor, que sabe exáctamente lo que significa. Ya no hablemos de un mp3, o de un CD, o un televisor nuevo, que se montan pieza a pieza idénticamente iguales, a millares. Sin embargo, segurísimo que no hay una televisión igual que la de mi piso. Tiene una historia que no conozco, el rayón de la esquina derecha lo hizo alguien sin querer, o queriendo, y dejó una marca. Y cuando se cayeron los botones, seguro que quién lo pulsó por última vez se rió a carcajada limpia, o se enfadó porque la tele empezaba a estar vieja.
Me gustan los rayones de mi mp3. Y abrir un libro y encontrar anotaciones que no entiendo en los márgenes. Y encontrar una caja cubierta de polvo en el desván de alguna casa que no es mía (o en la mía).
Ojalá hubiese más cosas viejas, y más polvo en el mundo.
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